Aquí he de relatar las andanzas de aquel peregrino que, a pesar de haberle sido negado la realización de su mayor anhelo, encontró el éxito en esa negativa. Contare la historia guiándome por los fragmentos que oí en el Vestíbulo de los la montaña donde el palacio de verano de los emperadores partos lucía como una joya en una corona. En torno a la morada de Artabán se extendía un hermoso jardín bañado por arroyos que descendían de las faldas del monte Orontes (Antioquía del Orontes, también llamada Antioquía de Siria, estaba situada al lado este del río Orontes, en la esquina Sureste de Asia Menor. A 480 km al norte de Jerusalén, los seléucidas exhortaron a los judíos a trasladarse a Antioquía, su capital occidental, y les otorgaron los derechos de ciudadanía después del traslado. En el año 64 a.C. Pompeyo nombro la ciudad como capital de la provincia romana de Siria. En el año 165 d.C. ya era la tercera ciudad más grande del imperio) y donde las aves, innumerables, hacían oír su canto. Pero en la dulce y aromática oscuridad de esta noche de septiembre, sólo se oía el sonido de las aguas saltarinas. Por encima de los árboles, una luz débil brillaba a través de los arcos
encortinados de la cámara superior, donde el señor de la casa celebraba consejo con sus amigos. Artabán contaba unos 40 años, su pelo era negro, su mirada brillante y sus labios delgados y de líneas firmes. Tenía el rostro de un soñador y la boca de un soldado, indicios de su gran sensibilidad y de la firmeza de su carácter. Vestía túnica de seda, manta de lana blanca y gorra del mismo color. Tal era el hábito de la antigua hermandad de los magos, denominados los Adoradores del Fuego.
encortinados de la cámara superior, donde el señor de la casa celebraba consejo con sus amigos. Artabán contaba unos 40 años, su pelo era negro, su mirada brillante y sus labios delgados y de líneas firmes. Tenía el rostro de un soñador y la boca de un soldado, indicios de su gran sensibilidad y de la firmeza de su carácter. Vestía túnica de seda, manta de lana blanca y gorra del mismo color. Tal era el hábito de la antigua hermandad de los magos, denominados los Adoradores del Fuego.

He vendido mi casa y mis propiedades y comprado estas tres joyas: Un zafiro, un rubí y una perla para entregársela al rey como tributo. - Os invito a que me acompañéis en este peregrinaje para que recibamos al Príncipe todos juntos. Artabán les mostró las tres grandes gemas: una azul como el cielo; otra, más roja que el rayo del alba; y la última, tan pura como la nieve. Pero sus amigos lo miraban con indiferencia y extrañados, como quien ha oído relatos increíbles, o alguna propuesta para realizar una empresa imposible. Por fin Tigranes habló: - Tu sueño es vano, es el resultado de haber pasado demasiado tiempo contemplando las estrellas y cultivando pensamientos elevados. Ningún rey surgirá de la desmembrada raza de Israel y nadie podrá incorporarse jamás a la eterna batalla entre las tinieblas y la luz. Quien espere tal cosa, no hace sino perseguir una sombra. Adiós. Así, cada uno de los presentes rehusó participar en la búsqueda y desearon a su anfitrión, buena suerte. Sin embargo, Abgarus, el más anciano, permaneció hasta que los demás se hubiesen marchado, y comento: - Hijo mío, quizás la luz de la verdad resplandezca en este signo aparecido en los cielos; o tal vez no sea sino la sombra que dijo Tigranes. Pero más vale ir tras la sombra de algo mejor que darse satisfecho con lo peor.
Quienes anhelan ver prodigios, deben estar prontos a viajar solos. Estoy demasiado viejo para emprender una jornada semejante, pero mi corazón os acompañara en vuestro peregrinaje día y noche. Id en paz. Así pues, Artabán quedó a solas en la habitación cuya bóveda aparecía cuajada de estrellas. Durante largo rato estuvo contemplando la llama que se consumía en el altar y luego se dirigió a la terraza. El temblor de la tierra antes de que esta despierte de su sueño nocturno había comenzado, y la fresca brisa que anuncia el amanecer bajaba desde el monte Orontes. Se oía el trino de las aves que empezaban a despertar, y de los emparrados subía el aroma de la vid ya madura. A lo lejos, la neblina cubría la pradera oriental, y en el horizonte occidental zigzagueaban los picos de la sierra de Zagros. El cielo estaba limpio. Júpiter y Saturno giraban juntos. De pronto, Artabán descubrió en la oscuridad una luz celeste que cambio su color a rojo y tomó la forma de una esfera. Luego, dicha luz se elevo en espiral y tornóse en un punto de albo resplandor que, diminuto y muy remoto, rutilaba en la bóveda del firmamento. Artabán inclino la cabeza…… Esta es la señal, pensó…. Ya viene el Rey, y yo partiré a su encuentro. En las aguas de Babilonia Vazda, la yegua más veloz de Artabán, estaba esperando, ensillada y aparejada en la caballeriza, piafando con impaciencia. Antes que los pájaros se hubiesen despertado por completo para dar principio a su agudo y jubiloso cantar matutino, antes que la neblina hubiese comenzado a levantarse perezosamente de la pradera, el mago se montaba sobre la silla y cabalgaba hacia el Oeste por el camino que recorría las faldas del monte Orentes. ¡Cuan estrecha e intima es la camarería que en toda larga jornada une a un hombre con su caballo predilecto! Hombre y bestia beben de la misma fuente a la vera del camino, duermen al amparo de las mismas estrellas, el amo comparte su comida con su hambriento compañero y siente que acarician la palma de su mano los belfos suaves del animal. Al amanecer despierta gracias al soplo de una calida y dulce respiración sobre su faz soñolienta, y al abrir los ojos, ve los de su fiel compañero de viaje, que se muestra preparado para iniciar el trabajo del día. Así, los ligeros cascos van tocando su animosa música a lo largo de la senda, al ritmo de los agitados corazones. Artabán, debía cabalgar hábil y prudentemente para reunirse con los otros tres magos a la hora señalada.
La ruta media 150 parasangas, y 15 era la mayor distancia que podía cubrir en un día. Pero el jinete avanzaba sin inquietud, salvando la distancia fijada para cada día, si bien había de viajar hasta entrada la noche y reanudar su marcha antes que apareciera el Sol. Pasó a lo largo de las oscuras faldas del monte Orontes, surcadas por el camino pedregoso de un centenar de torrentes. Atravesó Campos Niseamos, donde sus famosas manadas de caballos, que estaban pastando en los anchurosos prados, sacudían la cabeza al sentir aproximarse a Vazda y se alejaban al galope. Las bandadas de aves silvestres levantaban el vuelo desde las cenagosas praderas revoloteando en grandes círculos. Artabán cruzó los campos fértiles de Concabar. La trilla del grano arrojaba al aire una dorada neblina que ocultaba a medias el vasto Templo de Astarté de 400 pilares.
En Bagistán, entre los esplendidos jardines, el peregrino alzó su mirada hacia el escarpado pico de la montaña. Creía ver la figura del rey Darío, pisoteando a sus enemigos vencidos, y tallada en la elevada faz del eterno farallón, la orgullosa lista de sus guerras y conquistas. Recorriendo desfiladeros fríos y desolados, arrastrándose dificultosamente por entre las montañas, bajando un buen numero de oscuras cañadas, donde el rió corría frente a él; cruzando valles con terrazas de calizas amarillas cargadas de vides y árboles frutales; pasando a través de los bosques de encina de Carina y los oscuros portales de Zagros; salvando anchos arrozales donde los vapores otoñales esparcían sus mortíferas neblinas; siguiendo el río Gindes, bajo las trémulas sombras de álamos y tamarindos, y saliendo a la meseta llana donde el corría derecho, por entre los campos de rastrojos y praderas resecas, a través de las corrientes ondulantes del Tigres y de los muchos canales del Eufrates, Artabán siguió adelante hasta llegar, al anochecer del décimo día, al pie de las destrozadas murallas de Babilonia.
Hubiera entrado en la ciudad, en busca de descanso y refrigerio para él y su bestia, pero le quedaban tres horas de camino hasta el Templo de las Siete Esferas, a donde debía llegar a la media noche para encontrar a sus tres compañeros. Así pues, continúo la marcha. La yegua disminuyo su paso al llegar a la sombra que echaba un bosquecillo de datileras sobre un campo de rastrojos. El huerto resultaba tan cerrado y silencioso como una tumba; allí no se agitaba una hoja ni se oía el trino de un pájaro. Vazda presentía algún peligro o dificultad. Dejo escapar al fin un rápido relincho de ansiedad y desaliento, y se quedo inmóvil delante de una masa oscura que yacía a la sombra de la última palmera. Artabán desmontó. La luz tenue dejaba ver a un hombre tendido en medio del camino, uno de los muchos exiliados hebreos que todavía habitaban la región. Por su piel, seca y amarilla se adivinaba que padecía la fiebre mortífera que por otoño hacía estragos en las ciénegas. Su mano denunciaba el frió de la muerte. Artabán se volvió a otro lado invadido de tristeza, consignando el cadáver al entierro que los magos juzgan más digno: el funeral del desierto, tras del cual los milanos y los buitres se levantan agitando sus negras alas y se alejan sin dejar más que una pila de huesos entre la arena. Mas al volverse, oyó un suspiro mortal que escapaba del desdichado, mientras sus huesudos dedos se aferraban al borde del manto del viajero. Sintió que su espíritu se estremecía y vacilaba. ¿Qué derecho asistía a aquel desconocido para esperar algún servicio de Artabán? Si no llegaba a Borsippa a la hora convenida, sus compañeros partirían sin él. ¿Debía hacer a un lado su propósito de seguir en pos de la estrella y arriesgar la recompensa que obtendría su fe divina, solo por unos sorbos de agua a aquel moribundo? “Oh, Dios de la verdad y la pureza, indícame el camino sagrado, la senda de la sabiduría que solo Tú conoces”

Esferas sin descubrir a sus amigos. Al galope, el peregrino rodeó el monte cuyas terrazas de ladrillos multicolores se hallaban en ruinas. Se apeó luego y trepo hasta lo más alto de los terrazgos dirigiendo su vista hacia el oeste. La desolación de las ciénegas se extendía hasta el horizonte. Los avetoros se posaban a orillas de las charcas estancadas y los chacales se escurrían acechando; pero no se divisaba la caravana de los tres reyes magos. Artabán encontró bajo un montecillo de ladrillos rotos un jirón de pergamino que decía “No podemos demorarnos más. Partimos al encuentro del Rey. Síguenos a través del desierto”. …Se sentó entonces en el suelo y se tomó la cabeza desesperado………. ¿Cómo podré atravesar el desierto sin comestibles y con un caballo agotado? Debo regresar a Babilonia, vender mi zafiro y comprar camellos y provisiones para el viaje. Solo Dios misericordioso puede decir si no veré al Rey por haberme atrasado con el fin de hacer una merced. Por amor a un niño. Se había hecho el silencio en el Vestíbulo de los Sueños. Y en este silencio yo veía la figura del otro rey mago cruzar el desierto sobre su camello que, avanzando y avanzando, se mecía con regularidad como un barco sobre las olas. La región de la muerte extendía su red de crueldad en torno al viajero. Las pedregosas soledades no brindaban mas fruto que zarzas y espinas. Ante Artebán se alzaban las sierras áridas e inhóspitas, surcadas por los canales resecos. A lo largo del horizonte aparecían colinas de arena traicioneras cual otras tantas tumbas. Durante el día, el calor abrasador hacía sentir su peso intolerable sobre el aire trémulo y ninguna criatura viviente se movía, salvo diminutos jerbos que se escurrían por entre los marchitos matorrales, o lagartijas que desaparecían entre los resquicios de las piedras. Por la noche, los chacales rondaban, aullando a lo lejos mientras un frió penetrante y agotador seguía a la fiebre del día. A pesar de las temperaturas extremas, el mago continuaba adelante.
Avisté luego los jardines y huertos de Damasco, irrigados por los ríos de Abana y Farpar, y sus extensiones de césped con botones en flor. Vi la extensa y nevada loma del monte Hermón, los oscuros bosquecillos de cedros, el valle del Jordán, las azules aguas del lago de galilea y, más allá, las tierras altas de Judá. La figura del mago avanzaba sin descanso a través de todo aquello. Por fin llego a Belén, fatigado pero henchido de esperanzas, con sus dos joyas para ofrecérselas al Rey. Ahora, se decía, lo encontraré. No importa que sea solo y después que mis hermanos. Las calles de la aldea parecían estar desiertas. Por la puerta abierta de una casucha de piedra, Artebán alcanzaba a oír el canto suave de una mujer. Entro en la vivienda y hallo a una joven madre arrullando a su hijo. Ella le relato sobre los forasteros que llegaron al villorrio tres días antes. Estos peregrinos, según dijeron, venían desde Oriente guiados por una estrella que los llevo al sitio donde José de Nazaret se alojaba con Maria, su esposa, y con su hijo recién nacido, Jesús. Allí le rindieron homenaje al niño depositando ante sus pies ofrendas de oro, incienso y mirra. - Pero los viajeros – agregó la mujer – desaparecieron repentinamente. Lo extraño de su visita nos infundió temor. La familia de Nazaret huyo en secreto aquella misma noche, y se murmuraba que iba hasta Egipto. Desde entonces, una influencia maligna se cierne sobre la aldea. Se comenta que vendrán soldados romanos con el fin de imponernos un nuevo tributo. Los hombres se han ido a ocultar con sus rebaños a las montañas. El pequeño que la mujer sostenía en brazos alzó los ojos al rostro de Artebán y le sonrió mientras alargaba hacia el sus manitas. Al tocarlas, el mago se sintió reconfortado ¿No podría este niño haber sido el Príncipe prometido?, se preguntaba acariciando la mejilla suave del niño. Ha habido Reyes que nacieron en viviendas mas humildes que esta; el favorito de las estrellas podría incluso nacer en una choza. Pero, el Dios de la Sabiduría no ha querido sastifascer mi pesquisa tan fácilmente. El que busco ya ha partido y ahora tendré que seguirlo hasta Egipto. La joven madre acostó al niño en su cuna y le sirvió de comer al singular huésped que el destino habría traído a su casa. Le brindo de buen agrado su sencilla comida que era rica en alivio para el alma y el cuerpo. Mientras Artabán comía, el niño cayó en un apacible sueño. De pronto, el ruido de una violenta confusión en las calles llegó hasta ellos. Entre los llantos de las mujeres y el estruendo de unas trompetas, se oyó un grito desesperado: - ¡Vienen soldados! ¡Son los soldados de Herodes!
Están matando a nuestros hijos! Pálida de terror, la joven madre se agazapó en el rincón más oscuro de la pieza y envolvió a su hijo en los pliegues de su manto. Artabán se dirigió al umbral de la casucha y allí se quedó. Sus anchos hombros cubrían totalmente el hueco de la entrada. Los soldados con sus manos y espadas ensangrentadas se detuvieron vacilante frente a aquel desconocido de imponente vestiduras. El capitán se adelanto con el propósito de apartar al intruso que se mostraba tan tranquilo como si estuviera contemplado las estrellas. Artabán detuvo con suave firmeza al soldado y declaro con voz baja: - Estoy solo en esta casa, esperando entregar esta joya al prudente capitán que me deje en paz. Y le mostró el rubí, que brillaba en la palma de su mano como una enorme gota de sangre. El capitán, maravillado ante el esplendor de la joya y con las pupilas dilatadas por la codicia, tomó el rubí. - ¡Seguid adelante! – Ordeno a sus soldados - ¡Aquí no hay ningún niño! Mientras el clamor y el fragor de las armas se alejaban calle abajo, Artebán volvió el rostro hacia el Oriente y oró: “Dios de la Verdad, ¡Perdona mi pecado! He mentido para salvar la vida de este niño, y me he desprendido de otra de mis ofrendas. He gastado a favor del hombre lo que estaba destinado a Dios. ¿Seré digno de contemplar el rostro del Rey!” La mujer, que lloraba de gozo en las sombras, le dijo dulcemente: - Yahvé te bendiga y te guarde; ilumine Yahvé su rostro sobre ti y te sea propicio; Yahvé te muestre su rostro y te conceda la paz. La senda del dolor En el Vestíbulo de los Sueños reinaba nuevamente el silencio, y comprendí que, bajo aquella honda y misteriosa quietud, los años de vida de Artebán corrían con bastante rapidez. De vez en cuando lograba divisarlo entre las multitudes del Egipto populoso buscando indicios de la familia que había venido desde Belén, descubriendo trazas bajo los frondosos sicomoros de Heliópolis y al pie de de las murallas de la fortaleza romana de la Nueva Babilonia, que se alzaba a orillas del Nilo. Pero eran rastros tan tenues y vagos que se desvanecían continuamente, como las pisadas que por un momento dejan huellas en las duras arenas de los ríos y desaparecen luego. Lo volví a ver al pie de las pirámides. Lo vi levantar la mirada hacia la enorme faz de la esfinge agazapada y tratar de descifrar el sentido de aquella sonrisa. ¿Significaba, realmente, que la esfinge hacia mofa de todo esfuerzo y aspiración de una búsqueda que jamás se verá satisfecha? ¿O acaso mostraba una nota de aliento, una promesa de que hasta el vencido alcanzara la victoria, el ciego la vista y el caminante refugio? Una vez más lo vi en una oscura morada de Alejandría, solicitando el consejo de un rabino hebreo. El Venerable anciano, inclinado sobre los rollos de pergamino, leía en voz alta las profecías que vaticinaban los sufrimientos del Mesías prometido: despreciable y desecho de hombres, varón de dolores. - Y recuerda, hijo mió – vaticinó que al Rey a quien buscas no lo hallaras en un palacio rodeado de riquezas. La Luz que el mundo espera es una Luz nueva, es la gloria que se alzará de un paciente y victorioso sufrimiento. Es un nuevo reino con la realeza de un amor perfecto e invencible. Ignoro cómo será y cómo los soberanos y pueblos de la Tierra reconocerán al Mesías.
Pero si sé que quienes lo buscan harán bien en indagar entre los humildes y los pobres, entre los que sufren y los oprimidos. Así divisé repetidas veces al otro rey mago, viajando y buscando por entre el pueblo de la dispersión, con el cual la familia de Belén quizás hubiese encontrado refugio. Atravesó países donde reinaba el hambre y los pobres lloraban por falta de pan. Moraba en ciudades victimas de la peste, en las que los enfermos languidecían en la miseria. Iba a visitar a los oprimidos en las prisiones subterráneas, en los mercados de esclavos, en las galeras donde trabajaban hasta el agotamiento. En todo aquel populoso e intricado mundo de angustias, Artabán no halló a quien rendir adoración, pero encontró a muchos a quien ayudar. Le daba de comer al hambriento, curaba a los enfermos y consolaba a los cautivos. Así sus años corrían veloces. Parecía que había olvidado su pesquisa. Pero en cierta ocasión lo vi por un momento, a solas a la hora del alba, esperando a la puerta de una prisión romana. Sacó la última de sus joyas que le quedaba. Mientras la miraba, una luz tenue e iridiscente, rica en cambiantes haces de celeste y rosa, temblaba en la superficie de la perla. Parecía haber absorbido los colores del zafiro y del rubí. De este modo, el propósito secreto de una noble existencia atrae los recuerdos de alegrías y aflicciones pasadas y se torna mas brillante y valioso cuando mayor es mayor el tiempo que se guarda. Luego, yo pensaba en aquella perla, oí por fin la conclusión de la historia del otro rey mago. Una perla de incalculable valor. Habían transcurrido 33 años desde el día en que Arcabán inició su búsqueda. Su cabello cano y sus ojos, que antes resplandecían como el fuego, eran rescoldos entre cenizas. Fatigado y pronto a morir, había venido por última vez a Jerusalén en busca del Rey.
Había visitado a menudo la ciudad santa, registrado sus callejas, sus tugurios y cárceles sin descubrir rastro de la familia que había huido de Belén tiempo atrás. Pero ahora le parecía que era su deber hacer un nuevo esfuerzo. Los hijos de Israel, diseminados por las tierras más lejanas del mundo, habían regresado al Templo para asistir a la solemne fiesta de Pascua. Los forasteros atestaban la ciudad y en este día se observaba una singular agitación. El firmamento se mostraba velado por una lobreguez portentosa, y una corriente de emoción parecía sacudir a la muchedumbre. El rumor suave y denso de millares de pies al arrastrarse por el suelo de piedra, iba y venía sin cesar a lo largo de la calle que conduce a la puerta de Damasco. Al ver Artabán a un grupo de judíos partos, les pregunto a donde se dirigían. - Al Gólgota, a extramuros de la ciudad – le contestaron - ¿No te has enterado? Van a crucificar a dos ladrones, y con ellos a un hombre llamado Jesús de Nazaret, quien ha obrado muchos prodigios entre el pueblo. Pero los sacerdotes y los mayores dicen que él también debe morir por haberse hecho pasar por el Hijo de Dios. Y Pilatos ha ordenado que lo crucifiquen porque dice ser el Rey de los Judíos. ¡Que extraño efecto hicieron estas palabras en el fatigado corazón de Artabán! Había recorrido mar y tierra durante toda una vida. ¿Seria posible que se tratara de la misma persona cuyo nacimiento se anunciara con la aparición de una estrella? ¿El mismo del que habían hablado los profetas? El corazón de Artabán latía agitado por las emociones. Los caminos de Dios son más singulares que los pensamientos de los hombres; pensó. Tal vez, por fin, daré con el Rey, aunque sea en manos de sus enemigos. Y quizá llegue a tiempo para ofrecer mi perla por su rescate antes de que El muera. Así pues, el anciano peregrino fue detrás de la multitud hacia la puerta de Damasco. Pero al llegar a la entrada del cuartel, vio como un grupo de soldados macedonios arrastraba a una joven.
La muchacha distinguió su gorra blanca y el medallón que lucia en el pecho y escapándose de las manos de sus verdugos se arrojo a los pies del otro rey mago. - ¡Apiádate de mí! – clamó la joven- ¡Sálvame por el amor del Dios de la Pureza! Mi padre era mercader en Partía, pero ha muerto, y me han prendido para venderme como esclava en pago de sus deudas. ¡Sálvame! Artabán se estremeció. En su alma se desataba el mismo viejo conflicto entre la esperanza de su fe y el impulso que dictaba el amor. Por dos veces, la ofrenda que consagrara a la religión la había dado en servicio de la humanidad: en el palmar, cerca de Babilonia, y en la choza de Belén. Esta era la tercera vez que se le ponía a prueba. ¿Seria esta su gloriosa oportunidad o su ultima tentación? No podía decirlo. Solo de una cosa estaba seguro: El salvar a la muchacha seria un verdadero acto de amor. ¿Y no es acaso el amor la luz del alma? Sacó la perla que llevaba junto a su pecho; nunca le había parecido tan luminosa y la puso en la mano de la joven esclava. - Toma, hija mía, aquí tienes tu rescate..El ultimo de mis tesoros que aguardaba para el Rey. Mientras Artabán hablaba, la oscuridad se había hecho mas densa y fuertes temblores sacudían la Tierra. Las paredes de las casas vacilaban, sus piedras caían destrozadas y nubes de polvo henchían el aire. Los soldados aterrorizados, huyeron. Pero el mago y la muchacha permanecían, agazapados e impotentes, al pie de los muros del Pretorio. ¿Qué tenia él ya que perder? ¿Qué razón le quedaba para vivir? Se había desprendido de su postrera esperanza de encontrar al Rey. Su busca había terminado, y había terminado en fracaso. Pero aun este pensamiento, que aceptaba y acogía le traía paz. No era resignación. Sentía que todo estaba bien, por que día a día había sido fiel a la Luz que se le había otorgado y si el fracaso era cuanto había alcanzado, sin duda era por ser este lo mejor. Si pudiera volver a hacer su vida, no podría ser de otra suerte. Una nueva y prolongada sacudida de la Tierra arrancó una pesada losa del techo que golpeó al anciano en la sien.
Quedo tendido y la sangre manaba de su herida. La joven se inclino sobre él, temerosa de que hubiera muerto. Se oyó una voz que llego a través del crepúsculo, pero la muchacha no alcanzo a entender lo que decía. Los labios del anciano se movieron como respondiendo, y la joven esclava le oyó decir en la lengua de Partia: “Señor, ¿Cuando te vimos hambriento, te dimos de comer; o sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte? Durante treinta y tres años te busqué, pero jamás he llegado a contemplar tu rostro, ni venido en tu auxilio, Rey Mió”. Artabán calló y aquella dulce voz se hizo oír de nuevo, muy tenue y a lo lejos. Pero al parecer esta vez, la joven también comprendió sus palabras: “Moribundo y con sus últimas fuerzas, el cuarto rey imploraba perdón a Dios, por no haber podido cumplir con su misión de adorar al Mesías.
En ese momento, la voz de Jesús se escuchó con fuerza: "tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, estuve desnudo y me vestiste, estuve enfermo y me curaste, me hicieron prisionero y me liberaste".
Artabán, agotado, preguntó: ¿cuándo hice yo esas cosas?
Y justo en el momento en que moría, la voz de Jesús le dijo: Todo lo que hiciste por los demás lo has hecho por mí, pero hoy estarás conmigo en el reino de los cielos". Una expresión de radiante calma, gozo y maravilla, ilumino el semblante de Artabán. Escapó de sus labios un largo y ultimo suspiro de alivio. Su peregrinaje había concluido y sus ofrendas habían sido aceptadas. El otro rey mago había encontrado al Rey… Recopilado y adaptado por Pedro Chaparro. Enero 2020
Excelente
ResponderBorrar