Calle de El Valle, 1938 |
En la década de 1980, el médico y político Eduardo Gallegos Mancera escribió para un libro llamado El Valle y sus cercanías sus recuerdos sobre El Valle que conoció y vivió en los primeros años del siglo XX:
“Nací en la Parroquia Candelaria, en el seno de una familia de raíz también caraqueña, la misma de Rómulo Gallegos. Pero mi infancia, mi adolescencia, mi juventud y madurez han estado muy ligadas a El Valle. Intentaré aclarar en cortas líneas las razones de esta relación tan estrecha. Mi tío por línea materna, el General Eduardo G. Mancera adquirió extensas propiedades que, de no haber fallecido en plena sazón aún, habría hecho de la suya una de las más sólidas fortunas del país. Las haciendas que poseía para los años veinte – Sosa, Santo Domingo y Coche – iban desde lo que es actualmente el Paseo de los Próceres hasta el Hipódromo. Abarcaron esos fundos, a las puertas del casco urbano, desde el Círculo Militar de ahora, saltando por Conejo Blanco donde tiene su asiento el Ministerio de la Defensa, la Escuela de Oficiales, el Fuerte Tiuna, hasta los Jardines y el Coche de esos tiempos, extendiéndose los tablones de caña de azúcar a lo largo que tiene sus fuentes en la actual cuenca de La Mariposa:
Cutuciapón, Prim, Potrerito, el Pozo de los Pájaros, la Quebrada Figueroa y Turmerito, los numerosos
manantiales que brotan del flanco Norte de El Naranjal. Dentro de esta enorme propiedad erizada ahora de altos edificios que llegan hasta el Mercado Central, se hallaba, se halla aún, la vieja casona de anchos corredores, hermosas barandas, patios interiores, parque y trapiche para el papelón y alto torreón aledaños en cuyo salón frontal se firmó el famoso Tratado de Coche – suscrito por Antonio Guzmán Blanco en nombre del Mariscal Falcón y por Pedro José Rojas en representación del ya en decadencia, General José Antonio Páez – que puso fin, a través de la clásica componenda final entre grandes terratenientes, a la cruenta Guerra Federal que tantas vidas e ilusiones de ingenuos campesinos truncara para que los caudillos viejos y nuevos siguieran acaparando la tierra...
Cutuciapón, Prim, Potrerito, el Pozo de los Pájaros, la Quebrada Figueroa y Turmerito, los numerosos
manantiales que brotan del flanco Norte de El Naranjal. Dentro de esta enorme propiedad erizada ahora de altos edificios que llegan hasta el Mercado Central, se hallaba, se halla aún, la vieja casona de anchos corredores, hermosas barandas, patios interiores, parque y trapiche para el papelón y alto torreón aledaños en cuyo salón frontal se firmó el famoso Tratado de Coche – suscrito por Antonio Guzmán Blanco en nombre del Mariscal Falcón y por Pedro José Rojas en representación del ya en decadencia, General José Antonio Páez – que puso fin, a través de la clásica componenda final entre grandes terratenientes, a la cruenta Guerra Federal que tantas vidas e ilusiones de ingenuos campesinos truncara para que los caudillos viejos y nuevos siguieran acaparando la tierra...
El pueblo de El Valle en una vista aérea a mediados de la década de 1930 |
Antes de que se construyese la vía carretera, que partió de El Peaje para atravesar los predios de lo que es hoy la Avenida Nueva Granada pasando por La Bandera y San Antonio, sombreados en esa época por mangos y acacias, mamones y guayabas, flanqueados por acequias fangosas, saturados por el olor penetrante de vaqueras y caballerizas, antes de que se iniciara el crecimiento incontrolado que habría de devorar a la aldea apacible de principios de siglo. A El Valle se llegaba por dos desfiladeros viales que constituían entonces la entrada sur de Caracas para el arribo a la capital de frutas y hortalizas procedentes del Tuy, de San Diego y San Antonio de los Altos, por la trocha angosta que orillaba los tablones de caña y de malojo del Prado de María y El Rincón para trepar luego por una escabrosa ladera que corresponde al actual Triángulo, llegar al ventanillo de la cumbre donde el andante se refrescaba con guarapo fresco la garganta y bajar un tanto abruptamente por Cañicito hasta la Calle Baruta y por ella o por la Cagigal hasta la Calle Real. La otra vía – o ferrovía – tiene sabrosa historia: el trencito que desde Puente Hierro se adentraba en el caserío hasta perderse en él. Una sonrisa piadosa saldría a flor de labios si recordáramos que el viaje en ese “ferrocarril” – una locomotora y apenas dos vagones que se habría de trocar en un vulgar tranvía – era alma y alegría para la colectividad vallera, ávida de emociones que rompieran su rutina...
El Valle en un mapa de 1934 |
Más allá de los límites del latifundio de mi tío, sin propiedades intermedias, se extendían dos haciendas de mis primos – éstos por la línea paterna – los Lander Gallegos: “La Rinconada”, donde se alzan el fastuoso Hipódromo y El Poliedro; Tazón donde hay instalaciones militares y de servicios públicos; eran tierras de alto precio que fueron vendidas en decenas de millones en los años cincuenta a Eugenio Mendoza – Tazón – y al Estado venezolano... En los terrenos contiguos a la Rinconada, ayudamos a los “marginales” de entonces a levantar ranchos miserables para ellos techo indispensable; en Las Mayas, en Bermúdez, en las cercanías de la finca de los Bañuls, en el entorno de la quinta de Henry Pittier, en Turmerito, vía hacia La Mariposa, Paracotos, Tácata, Charallave, Cúa, Ocumare del Tuy...
La hacienda Sosa en una fotografía de 1938 |
Con el crecer incesante de la capital, con la valorización de las áreas urbanas, con el desarrollo que conoció la economía venezolana tras la muerte de Juan Vicente Gómez y el incremento a ritmo veloz de los ingresos petroleros, El Valle sufrió una transformación sorprendente. Antes eran dos calles largas: la Calle Real y la llamada Calle Atrás. La Calle Real arranca del Cementerio viejo, al borde derecho de la estrecha carretera que viene de Caracas, y expiraba junto con la linda placita y la antigua iglesia donde oficiaron en distintas épocas un párroco servil al régimen gomecista, delator de cofrades suyos desafectos al gobierno, el Padre Aranaga, español de origen, y su antítesis ética el respetado Monseñor Alejandro Rodríguez, amigo mío a pesar de las diferencias ideológicas, tolerante y comprensivo como pocos. Más adelante, a partir del Cine Chapellín, del inolvidable Botiquín de los chinos atendido por sufridos y siempre humillados nacidos en la lejana Catay, del Bar La Crema donde todos los mentideros hallaban su asiento; La Cruz Roja, fuente de salud de la cual hablaré más adelante; el negocio de Camilo Fumero; la esquina de La Cruz hacia donde confluía en airosa curva la Calle Cagigal desde las alturas de San Andrés y Caniceto; el club Bolívar a cuyos salones espaciosos acudía la “aristocracia” de la parroquia y en cuya sede se celebraban rumbosos saraos y suntuosos bailes de carnaval; la escuela Elías Toro y la Padre Machado, donde ejercían magisterio Alicia Mendoza, Alicia Graffe y Ana Teresa Hernández – para no mencionar otras abnegadas pedagogas, educadoras consustanciadas con la comunidad –, la fábrica de Chocolates Savoy, la primera industria vallera en la que numerosos obreros de uno y otro sexo conocieron la explotación de su fuerza de trabajo. Luego venía la encrucijada más concurrida denominada Cruz Verde; un ramal hacia el denominado Estado Zamora donde vivió y escribió el poeta y periodista caroreño Domingo Amado Rojas; otra cuesta abajo hacia la calle Atrás, el molino de Felipe Bello, la urbanización Longaray que se acunaba a la derecha, el trecho largo – ya mediados los 40 – que conducía a la Escuela Militar, entre cuyas construcciones surgió con Manuel Taborda al frente y nuestro concurso entusiasta, un Sindicato que libró durante el Gobierno de Medina Angarita una huelga victoriosa. Siguiendo sus pasos hacia Los Jardines a cuyo comienzo vivía yo, se hallaba el expendio de víveres más prestigioso de la parroquia, el de José González, a cuyo almacén de compra y venta llegaban diariamente por centenas desde las comarcas agrícolas más productivas, arreos de mulas y burros con los rubros más solicitados – caraotas, verduras, hortalizas, café, frutas, aves y huevos, carne de cerdo, entre otros – para adquirir en la tienda del isleño las más variadas mercancías, desde harina y pescado hasta telas, kerosén y velas. Era una especie de trueque que se repetía con cada labriego cada semana, una suerte de cadena que ataba a los campesinos o el conuquero le quedaba debiendo a José, en cuyo caso volvía el sábado siguiente para saldar en lo posible su deuda o dejaba en depósito pequeñas sumas que igualmente lo llevaban de nuevo al almacén.
El Valle en 1932. Hacia el centro-derecha, se aprecia la torre de la iglesia |
La Calle Real proseguía su marcha con el tranvía en la margen izquierda deteniéndose – era la cómoda práctica – para que subieran o bajaran a su capricho o interés los pasajeros: la Jefatura Civil, un solar donde se instaló el Mercado Libre, el Cine Roxy, la tienda del viejo López, el “Morfeo” célebre de los hermanos Curvelo, canarios avaros que cobraban dos bolívares a cada forastero que se viera obligado a pernoctar en sus inmundos cuartuchos. Y pare usted de nombrar negocios y viviendas que sería cosa de no terminar nunca, memoria me sobra, pero los lectores protestarían... Me limitaré por consiguiente a decir que entre mis recuerdos de niño de esa Calle Real de la parroquia tutelada por San Roque están las coleadas de toros a las que acudían briosos jinetes de Charallave y Pitihaya, de Paracotos y Cúa, Ocumare y Quiripitae, de San Casimiro y San Sebastián, de Valle Morín, Camatagua y San Francisco de Macaira y hasta caraqueños de alcurnia que no desdeñaban recibir cintas de colores de las más lindas muchachas valleras. Se colocaban talanqueras en las bocacalles, se encendían de beldades las ventanas, se escanciaba aguardiente lavagallos en gran escala. Los toros rodaban una y diez veces por tierra y los vítores y alaridos colmaban la calzada. Eran tiempos de alegría sana, de llaneza extrema. Expoliación, y mucha, existía, más era menos compleja la trama. No había drogas y los hampones eran escasos, una docena de prostitutas en todo el pueblo, y con eso bastaba.
El Valle en una foto de A. Muller |
La Calle Atrás era otra cosa, como también era Muñingal con su Escuela Abigail González. Allí moraban el poeta de “El Cucarachero”y sus hijos, entre los cuales debo mencionar a José María, colega de toda probidad y de todo mi afecto. La ruta desfilaba entre casas muy parecidas – las viviendas de los Pimentel y los García Maldonado, las de Antonio Rendón y María Morales, los Lemoine, los Palumbo, entre otras, muy próximas entre ellas al tan mentado Zanjón de los perros. Otro cine ya en la plaza, la mansión de los Boccardo y los Oyarzábal, la casa de Federico Lessman el cronista fotográfico de la vieja Caracas, rumbo resuelto al río por Santa Rosa y Punta Brava, con desvío hacia “Los Reina” de donde partía una senda trepadora que entre colinas tupidas de chamizales nos llevaba a Baruta y Sartenejas... Vaya intercalada una estampa del folklore vallense asaz olvidada; en una calle lateral a cuadra y media de la iglesia, estaba una casa donde se veneraba al “Gran Poder de Dios”, en forma de una piedra tosca que, al decir del vulgo, concedía favores, hacía milagros. La esquina donde estaba enclavada la “capilla” tomó de esa leyenda su nombre: esquina del Gran Poder de Dios. La gente crédula, humilde y no tan humilde, acudía a encender lamparitas de aceite y a hacer donativos de los cuales se beneficiaba sin escrúpulos la familia que tenía bajo su custodia el guijarro. Menudeaban los dolientes de cuerpo y espíritu, llovían las promesas y las dádivas en efectivo. El párroco condenó el absurdo culto, mi ateísmo burlón e intransigente se cebó sobre ara tan singular, pero los moradores, en hora de angustia volcaban sus miradas hacia el talismán. Yo me pregunto a veces qué se hizo aquel pedrusco. A los finales de los treinta, El Valle tenía una columna vertebral, la Calle Real, y una vía alterna: la Calle Atrás, ésta menos trajinada y bulliciosa. Las casonas de patios floridos y soleados, algunas con grandes zaguanes, gruesos portones con o sin postigos y aldabones herrumbrosos, se pareaban con casitas humildes pintadas de variados colores que iban bordeando las colinas de cotas muy combadas y sobre cuyas laderas abruptas fueron alzándose El Calvario, San Andrés, Municipal, Los Aguacates. Muy cerca del Callejón El Loro, de frente a la Cagigal, partían las veredas que se perdían entre chozas de bahareque o de simples tabla, latón y techos de tejas, zinc o asbesto. En ellos reinaba la penuria, cuando no la miseria extrema. Las mujeres – entonces limitadas a los oficios del hogar y al cuido de los niños – tenían que buscar agua en las escasas pilas de la ruta principal, haciendo largas colas desde la madrugada para llenar latas y vasijas y luego llevarlas sobre la cabeza mientras trepaban fatigosamente por los senderos escarpados, mientras sus compañeros de vida y vicisitudes buscaban el sustento familiar muy lejos de la vivienda: en alguna obra vial, en edificaciones, dedicados a un poco productivo comercio en las pocas empresas industriales que existían para la época. Abundaba la parasitosis intestinal por falta de instalaciones sanitarias, pues no se había iniciado aún la campaña por la construcción de letrinas que masivamente adelantamos los comunistas a partir de 1944.
La llegada a El Valle desde Caracas, 1938 |
Niños panzudos, no por bien nutridos sino exactamente por todo lo contrario, de color terroso por la anemia provocada por la anquilostomiasis, “lombricientos” como se decía entonces, la mayoría de los cuales no llegaba a la adolescencia a causa de la elevada mortalidad infantil: gastroenteritis, amibiasis, la tuberculosis llamada “peste blanca”. Años, décadas de ausencia casi total de servicios públicos, de desatención a los problemas populares por parte de las autoridades cuyos personeros se ocupaban primordialmente de succionar el tesoro público para beneficio propio. Pero estas barriadas miserables crecían aterradoramente; campesinos de las regiones vecinas desalojados por los latifundistas, jornaleros de más remota procedencia que acudían a la ciudad en busca de una minúscula migaja del banquete petrolero que les alcanzarían apenas para vivir de duros perfiles, para demorar un tanto las muertes prematuras. Un panorama de filosas aristas y de franco desamparo social, heredado de la dictadura gomecista, pero mantenido en lo esencial intacto por los gobiernos sucesivos con las inevitables variantes de fachada y portal. ...[y después la] aparición de Cañicito a lo largo de la ruta procera; el barrio “Estado Bruzual” devorando lenta pero seguramente el Cementerio Nuevo en la prolongación de la calle Baruta; San Andrés y El Tamarindo en los terrenos antes boscosos donde tenía su taller el escultor Pedro Basalo; San Andrés Municipal un poco más tarde, el adensamiento de El Calvario y del Estado Zamora, Cerro Grande. Y después la Urbanización “Los Jardines” alzada, como Coche, sobre los antiguos cañamelares de las extensas fincas de mis mayores; La Rinconada, ya en los linderos del Hipódromo. Casas y más casas, bloques y más bloques en las partes planas, tugurios y más tugurios en las zonas empinadas. El cemento sepultando las antiguas vegas, el tractor derrumbando los mangos y cujíes, las recias caobas, los florecidos bucares, araguaneyes y apamates. Los bulldozers arrastrando las arenas finas del río, a nivel de Tazón y en aras de la avidez de lucro. Mucho más allá, elevándose penosamente, la presa de La Mariposa, bajo cuyo fondo lodoso deben reposar las ruinas del caserío del mismo nombre donde atendí enfermos y atendí partos... Es hora ya de dar fin para mi breve esbozo de las vivencias que se agolpan en mi memoria y conservan su frescura a pesar de los lustros idos. Podría llenar libros enteros con recuerdos que se mantienen nítidos y abundosos. He vertido sólo algunos de ellos en éstas páginas, a vuelo de pluma, dejando fluir las emociones.”
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